Esta historia está basada en un hecho real.
Aprendió a abrir la puerta, pero nunca salía. Se limitaba a empujarla hasta que llegaba al tope y los muelles la hacían regresar y él volvía a empujarla una y otra vez y así mataba las largas horas de la tarde.
Miraba el trozo de calle que se veía desde aquella ventana, los árboles que iban tomando el color pardo herrumbre del otoño, miraba como caían las hojas acompañando a la lluvia y los pájaros que volaban o se posaban en los árboles. Volaban en libertad bajo el calor, la lluvia, el frio o la nieve.
El otoño se terminaba, fue entonces cuando llegó ella. Se posó en el alfeizar de la ventana frente a su jaula, le miraba con sus ojillos tiernos y brillantes, redonda, ya con su plumaje de invierno. Aquella hembra de gorrión acudía todos los días, no le importaba el frio, ni la lluvia, ni la nieve.
Él al principio se asustó, no estaba acostumbrado a tener otro pájaro tan cerca. Pero, poco a poco, ganó la curiosidad. Un día abrió la puerta y salió de la jaula por primera vez, se posó en la repisa de la ventana; ella al otro lado se acercó al cristal y él se asustó un poco y regresó a la jaula, pero pronto volvió a salir. Se miraron, ella acercó su pico al cristal y él también. Desde entonces, todos los días se saludaban uniendo sus picos a través del cristal en un beso imposible y todos los días permanecían un buen rato mirándose embelesados. Ella era inquieta y movida, él era tranquilo y reposado.
Luego ella se iba y él permanecía un rato contemplando su vuelo hasta que se perdía de vista. Al final regresaba a su jaula, pero ya no se entretenía empujando la puerta.
Ella al principio sentía curiosidad. Tal vez le atraía el color azul purísima de las plumas de su pecho o el blanco veteado de gris humo de sus alas o, tal vez, su aspecto parecido a una cotorrita, pero más pequeño. Ella estaba acostumbrada a las cotorras que volaban junto a los otros pájaros y comían con ellos en grupo, conocía sus grandes nidos colgados en los abetos, pero nunca había visto un periquito.
Él admiraba su valor para volar en libertad desafiando los peligros del mundo y, quizás, le gustó también el brillo de sus ojitos y, sobre todo, su amor por la vida, su descarada vitalidad, sus ganas de vivir en libertad. Una libertad que a él le daba miedo.
Él en su jaula había sido feliz, un jaulón amplio que le permitía saltar de palo en palo y hasta volar un poco para estirar las alas, tenía su comedero bien provisto de mijo y alpiste, su depósito de agua fresca y limpia, su baño tibio todos los días, tenía el calor y la protección asegurada de los peligros de la calle y tenía golosinas que le regalaban a menudo. Nunca había sentido la necesidad de salir de allí, de volar como los otros pájaros, pero ahora…
Llegó el invierno, los árboles parecían distintos sin las hojas y el cielo siempre gris, los días que se iban acortando y el frio que lo dominaba todo.
Una noche nevó. Todo el paisaje se transformó. Los árboles desnudos perdieron ese aspecto desolado y se mostraban más amables con sus formas suavizadas por la nieve. Por la mañana ya no nevaba, pero la nieve había cubierto el alfeizar de la ventana. Él miraba la nieve que nunca había visto, le parecía algo bello y peligroso, aunque no sabía por qué. Ella tardaba en llegar, él pensó que hoy no vendría, que no se atrevería a enfrentarse con ese paisaje blanco y frio. Comenzó a nevar de nuevo, la nieve caía suavemente en grandes copos que se iban depositando sobre todas las cosas. Casi no se veía la calle detrás de la intensa nevada. No, ella hoy no vendrá, pensó. Y volvió a su antigua costumbre de jugar a empujar la puerta una y otra vez.
Entonces apareció ella, se posó sobre la nieve del alfeizar, dejando que los grandes copos que caían cubrieran su cabeza y sus alas, se acercó al cristal como siempre y, como siempre, le ofreció su pico. Él salió de la jaula, voló hasta la repisa y unió su pico al de ella en un largo y esperado beso. Ella permaneció aún un rato, dando saltitos y sacudiéndose de vez en cuando la nieve que iba cubriendo su pequeño cuerpo. Sus pisadas quedaban suavemente marcadas en la nieve. Ella le miró como hacía siempre, aunque está vez permaneció más tiempo con los ojos fijos en los de él. Después se alejó volando, atravesando decidida los grandes copos que seguían cayendo mansamente.
Él contempló como se alejaba, pero muy pronto la perdió de vista detrás de aquella espesa cortina blanca. Estuvo un buen rato mirando el dibujo de sus pisadas en la nieve del alfeizar, la adivinaba a ella en esas delicadas huellas porque ella estaba ya presente en todas las cosas de su pequeño mundo.
Nevó durante tres días y tres noches. La nieve se fue amontonando sobre el alfeizar hasta alcanzar una altura considerable. Ella venía todos los días, aparecía entre la nieve y se posaba como siempre con el pico pegado al cristal esperando el beso. Pero él ya no podía arrimar su pico porque desde la repisa interior de la ventana solo veía la nieve amontonada. Para verla tenía que hacerlo desde la altura de su jaula. De todas formas, podían contemplarse un rato hasta que ella levantaba el vuelo y se perdía en la intensa nevada. Él permanecía posado en el palo más alto de la jaula, en su retina la imagen del vuelo de ella atravesando decidida los gruesos copos de nieve y en su corazón la tristeza de su ausencia. Ya no saltaba de palo en palo, tampoco se bañaba alborozado en su baño de agua tibia que le colocaban todos los días, ni comía las golosinas… permanecía inmóvil en aquel palo mirando al infinito exterior con la esperanza de verla aparecer de nuevo.
Por fin cesó la nevada, limpiaron la nieve de la repisa y ya podían besarse a través del cristal y contemplarse de cerca, solo separados por aquel insolente cristal. Él recuperó su alegría, se conformaba con muy poco, solo con verla a diario y poder besarla detrás del cristal. Eso era suficiente para que el resto de las horas transcurriesen tranquilas y vacías a la espera de la próxima visita.
Llegó la primavera, los días se alargaban, el sol comenzaba a calentar y las hojas brotaban con fuerza en los árboles. Primero salieron las flores en los almendros y los ciruelos, flores blancas, rosas, algunas amarillas…
Ella se mostraba inquieta, un día apareció con una minúscula ramita en el pico y la depositó en la repisa. Se fue y apareció con otra, luego se acercó al cristal y le besó.
Un día espléndido de sol abrieron la ventana un poco antes de la llegada de ella. Cuando llegó y vio la ventana abierta, sin nada que les impidiera tocarse, dudó un momento y enseguida saltó a posarse en el marco de la ventana, frente a la puerta de la jaula. Él estaba muy asustado, no había abierto la puerta, estaba posado en un palo en el lado opuesto a la puerta. Ella le miró, le animó con pequeños saltitos y nerviosos movimientos de cabeza. No entendía su miedo, no podía comprender lo que él sentía. No podía comprenderlo porque para ella la libertad debía de ser lo más preciado, es difícil comprender los sentimientos de los demás cuando están tan lejos de los nuestros.
Poco a poco él se fue acercando a la puerta, desde el marco de la ventana ella seguía llamándole, abrió la puerta y salió. Se posó, como siempre, en la repisa y desde abajo la miraba a ella que seguía en el marco. Ella, mucho más decidida, saltó a la repisa en el interior de la casa y, por vez primera, se besaron tocando sus picos, fuerte y curvo el de él, suave y corto el de ella.
Pero ella no se sentía tranquila allí, en el interior de la casa, para ella el cielo siempre había sido su único techo. Un ruido la espantó y levantó el vuelo, dejando a su amigo contemplando su vuelo decidido hasta que dejó de verla.
Todos los días, cuando ella llegaba, la ventana ya estaba abierta. Un día él salió y se posó en el alfeizar exterior. Allí permanecieron un buen rato juntos. De vez en cuando ella seguía trayendo ramitas y depositándolas en el alfeizar y él entraba y volvía a salir con granos de mijo y alpiste en el pico que dejaba a sus pies y ella los comía golosa. Ella también le regalaba cosas. Una vez llegó con un trozo de pan que comieron entre los dos, otra vez fue un trozo de lombriz que dejó retorciéndose en la repisa; él la miró, pero sin ninguna intención de comer esa cosa que parecía viva.
Avanzaba la primavera, los árboles ya estaban completamente cubiertos de hojas y el color verde dominaba en el paisaje. Ellos pasaban el tiempo posados en aquel alfeizar, intercambiándose regalos, viendo como la vida pasaba ante ellos y como los otros pájaros hacían sus nidos y sacaban adelante a sus polluelos. Ella estaba un poco inquieta. Un día determinado, cuando apenas acababa de llegar, le dejó solo en la ventana y voló a reunirse con otros pájaros que comían en el suelo el pan que alguien había esparcido. Él la contemplaba moviéndose allí, entre los demás pájaros. Había urracas con su plumaje negro y blanco y sus peligrosos picos, estaban las palomas, grandes y gordas, las tórtolas, más livianas, los negros mirlos, las verdes cotorritas y los gorriones que eran los que más abundaban. Allí estaban todos juntos comiendo aquel pan en amor y compañía. Y allí, entre todos ellos, ella saltaba y comía y parecía completamente feliz.
Movido por un impulso irresistible voló, pero no se posó en el suelo. Lo hizo en la rama de un árbol encima del grupo de comensales. Desde allí la llamaba, pero ella estaba concentrada en las migas del suelo. Una cotorrita verde se posó en una rama muy cerca de él. Portaba un trozo de pan que se llevaba con los dedos de su pata al pico y lo comía encantada, como un niño se come su bocadillo de nocilla.
Pero él no dejaba de mirar a su amada y cuando ella levantó el vuelo él la siguió decidido porque los periquitos, como los pingüinos y los cisnes permanecen fieles a su pareja durante toda su vida. Los gorriones no, ellas se sienten atraídas por el color; cuanto mayor es la mancha negra que tienen los machos en el pecho, mayor es su atractivo para las hembras.
Él no regresó jamás a su jaula, tal vez ya no sabría llegar, eran todas las ventanas tan parecidas y él nunca había visto la suya desde fuera, no podría reconocerla. Además, tampoco lo deseaba, estaba enamorado y volaría en pos de su amor el resto de su vida.
Desde entonces siempre estaba junto a ella, comía junto a ella entre los otros pájaros, su color azul purísima se destacaba de los demás. Ella ya no parecía hacerle mucho caso, pero a él no le importaba, no la perdía de vista y volaba cuando ella volaba y se posaba donde ella se posaba.
FIN
2 comentarios en «Azul purísima»
Cuando sentimientos tan puros como Amor y Libertad se encuentran con la pluma de quien sabe reconocerlos nos encontramos con relatos tan bellos como este.
Muchas gracias, Julia, eres muy generosa con un torpe escribidor.