Adiós, tristeza

Cae la nieve. Nieva mansamente desde hace unas horas, la nieve cubre ya el césped del jardín y el abeto y los caminos de grava y los árboles de la calle y los coches aparcados. Todo se suaviza, ya no hay bordes ni aristas, las cosas van adquiriendo un aspecto algodonoso, apacible que las hace quizás un poco mejores y más íntimas.

Manolo está en su habitación, se ha puesto el pijama de rayas verdes y blancas. Mira a través de las puertas de cristal que dan a la terraza y ve como la nieve se acumula, tapizando la mesita de té y las dos sillitas estilo Tú y yo que compró Mari en Altea.

—Don Manuel, me voy ya. He dejado encendido el fuego en el salón y la señora ya está preparada para la noche —Irina se pone el abrigo al pie de la escalera. Irina es la joven rusa que acude unas horas todos los días para atender a Mari y realizar las tareas de la casa.

—Espera que ya bajo —contesta Manolo, metiendo en un sobre algunos billetes de cincuenta euros.

Irina le mira bajar sonriendo, mostrando los dientes tan blancos, tan brillantes. Se ha puesto un gorrito de lana negro y está realmente bella con sus ojos rasgados verde claro y la nariz respingona y los mechones de pelo rubio que asoman rebeldes debajo del gorrito. Se le ensancha la sonrisa, le toca un poco el corazón ver bajar a don Manuel, regordete, con su simpática calvita y los ricitos por encima de las orejas y los ojos redondos tan infantiles y la bata abierta con las puntas del cinturón colgando al viento.

—Perdona, hija, y muchas gracias por todo. No tenías que haber venido en una noche como esta. Ya te estarán esperando en casa para empezar a preparar la cena. Coge un taxi que nieva mucho y Madrid debe de estar imposible en Nochebuena y encima con este tiempo —Manolo, mientras habla, le pone el sobre con el dinero en la mano.

Irina coge el sobre, le hace mucha falta el dinero. Se vino a España con su madre y su hijo, ahora adolescente, huía de un marido alcohólico y maltratador.

—Gracias, señor, es usted muy generoso conmigo. Que pasen una feliz noche, yo me acordaré mucho de ustedes —comenta, besando con tierno afecto a Manolo que la ha acompañado hasta la puerta.

Manolo la mira con sus ojos redondos, tan chispeantes a pesar de su edad, mira como Irina guarda con cuidado el sobre en el bolso y su pelo espeso, tan rubio, debajo del gorrito de lana que le cae sobre el bolso como una cortina dorada —Gracias hija, nosotros también rezaremos por ti.

En el salón, Mari está sentada en una butaca, vestida con una fina bata de un delicado azul purísima, contempla los copos que caen detrás de los cristales con esa mirada suya, tan perdida en un raro infinito que sólo ella puede ver.

—Ya estamos solos majestad— Manolo la besa en la frente, se pone en cuclillas frente a ella —Que guapa estás, pareces una reina ¿A que no sabes qué día es hoy? —le pregunta, cogiéndole las manos abandonadas sobre los brazos de la butaca.

Mari sonríe, mirándole desde arriba con sus ojos grises velados por una vaga ternura.

—Sí que lo sabes, lo veo en el brillo de tus ojos… Hoy, hace cincuenta años que nos conocimos ¿Te acuerdas? —Manolo se acerca a la mesita, sirve un poco de champaña en dos copas alargadas —Vamos a brindar por nosotros dos y por el bendito día en que te conocí.

Se acerca a Mary, poniendo la copa en su boca, dejando que un sorbo del líquido le moje los labios. Después él apura su copa y vuelve a dejarlas sobre la mesita.

—Hoy vamos a recordar los dos ese día. Sé que ahora estás todavía conmigo, esa lucecita que brilla en tu mirada me lo está diciendo.

Manolo se sienta junto a Mari en la otra butaca frente al fuego que cruje en grandes llamas.

—Perdona —dice Manolo, mordiendo golosamente un canapé de salmón — pero, ya sabes, con los años me he vuelto un gordito glotón.

Mastica y mira al fuego con los ojillos llenos de nostalgia.

—Era el día de Nochebuena, iba yo con los amigos por las calles de los vinos y tú estabas con unas amigas en aquel bar de los bígaros, sí, ese de la calle de La Galera, sí, que había que bajar unos escalones. Uno de mis amigos os conocía, nos pusimos con vosotras y nos presentaron. Entonces yo te miré y tú me miraste y yo ya no pude quitar mis ojos de ti y nos fuimos acercando, poco a poco, con las tazas blancas de aquel vino ácido y chispeante. No hablábamos, solo nos mirábamos y sentíamos el roce suave de nuestros brazos… ¡Qué guapa estabas!, Mari. Con tu melena rubia y la frente ancha que siempre has tenido y la mirada de esos ojos grises, algo separados, que tanto me han emocionado y que me siguen emocionando a pesar de todos los años que han pasado.

Después alguien propuso ir al Priorato a tomar el vino dulce que servían en pequeños porrones ¿recuerdas?, sí, mujer, estaba, y creo que aún está, en la calle de La Franja.

A mí no me gustaba mucho aquel bar porque nunca he sabido beber en el porrón y rara era la vez que al terminar no me caían algunas gotas en la camisa de ese vino dulce, espeso y pegajoso, pero aquella tarde todos querían ir allí.

Caminábamos juntos, detrás del grupo, no habíamos hablado nada todavía y fui yo el que empezó a hablar y te dije que no sabía lo que me pasaba, que estaba trastornado desde que te había visto, pero lo que sí sabía es que antes de conocerte ya te quería, que, sin conocer tu existencia, te presentía… Y tú caminabas a mi lado en silencio, rozándome con tu mano en un tímido intento de coger mi mano y yo que no me enteraba, estaba tan absorto en mi afán por explicarte y explicarme mis sentimientos, pero cuando nos cogimos la mano ya  no  fue necesario explicar nada, era  nuestra piel la que hablaba por nosotros, sí y ya en la puerta del Priorato nos paramos y nos miramos de frente, tu llorabas sí, quizás por la emoción, por la extraña violencia de los sentimientos que nos invadían y me dijiste que a ti también te estaba pasando lo mismo, sí y te besé y me besaste en la puerta de aquel bar, figúrate aquellos tiempos en los que nadie se besaba en la calle… debió de ser un escándalo. Supongo que todos nos miraban, pero nosotros no nos dábamos cuenta de nada sólo existíamos tú y yo esa Nochebuena en las calles de los vinos, sí.

Y ya no nos separamos nunca, nos veíamos todos los días y en la Hípica, en la fiesta de Fin de Año, fue la primera vez que bailamos ¿Te acuerdas de la canción? Sí, mujer, un bolero: Piensa en mí. Mira como sonríes, sí que te acuerdas. Venga, ven, vamos a bailar otra vez nuestra canción.

Manolo se acerca al equipo, tenía el disco ya preparado, comienza a sonar la voz ronca, rota, desgarrada de Chabela Vargas…

Piensa en mí cuando sufras

Cuando llores también piensa en mí…

—¿Me concede este baile, majestad?

Bailan y componen una entrañable figura, él tan regordete con su pijama de rayas y las zapatillas de fieltro y Mari tan bella, aún se conserva delgada, su bata ceñida con el cinturón, tan alta como Manolo y un mechón de su espesa melena ya blanca que le cae sobre la frente y sobre un lado de la cara y sus ojos grises que brillan alegres, divertidos.

Bailan también sus sombras proyectadas por la luz de las llamas de la chimenea y de las llamitas de las velas y de la tenue luz de las lamparitas distribuidas por la sala y detrás de los cristales sigue nevando sobre el jardín y Manolo presiente que aquella noche, entre sus brazos, algo muy bello se está acabando, se escapa, se va apagando ya para siempre.

Ya en la habitación Mari vuelve con «los otros»… Está sentada en el suelo del vestidor, Manolo puede oír desde la cama, sus murmullos, sus risitas, sus cuchicheos.

Manolo, tumbado en la cama, mira al techo. Una negra tristeza le asalta y le embarga, le recuerda aquellos versos de Paul Eluard:

                                               Adiós tristeza,

                                               Buenos días, tristeza.

                                               Estás escrita en las líneas del techo,

                                               Estás escrita en los ojos que amo…

Mari murió en la primavera, el 24 de marzo, tres meses después de aquella noche. Pero, aunque en esos tres meses la enfermedad había avanzado mucho, Mari no murió de Alzheimer. Fue su cansado corazón que se quiso parar para no tener que vivir el horror del olvido absoluto.

                                                           FIN

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